miércoles, 20 de febrero de 2013

DESCUBRIENDO AZAGALA: EN LAS ENTRAÑAS DEL CASTILLO


Ya hemos dado buena cuenta de las peripecias de nuestra caminata hasta la puerta de entrada al Castillo de Azagala, y es el turno ahora de retomar nuestro relato describiendo lo que encontramos en el interior de la fortaleza abandonada.

Nada más entrar por el arco de acceso una extraña sensación nos inunda; el castillo está en ruinas, con techos de tejas y vigas de madera medio derruidas, suelos de azulejos arqueados…pero rebosa vida. La vida que sus habitantes llevaban en este edificio, mitad medieval mitad de construcción reciente, hasta hace apenas veinte años.

El abandono por parte de las instituciones públicas ha conllevado el saqueo paulatino de los enseres que quedaban en el recinto, proliferando además en él los actos de vandalismo como pintadas en paredes, rotura de cristales y hogueras en medio de algunas de sus estancias. Observamos con pena esta realidad de un emplazamiento único que debió ser admirable en sus días de esplendor.

Arco de entrada al Castillo de Azagala
Justo tras acceder al castillo, a ambos lados se observan pequeñas estancias que servían como alojamiento de campesinos y servidumbre las unas y como establos o cuadras para el ganado las otras. Seguimos avanzando por el patio central de la fortaleza y llegamos hasta una escalinata que nos lleva a la entrada de la torre principal, en cuyo interior una escalera de caracol nos da acceso a un amplio salón en el primer piso, a las almenas defensivas en un segundo plano, y a la terraza de la torre en su final, desde donde las vistas del Embalse de Peña Águila son inmejorables.

Descendemos nuevamente por esta gradería de estrechos escalones, que nos deja en el amplio pasillo central en cuyos laterales seguimos encontrando habitaciones semi-derruidas en las que entramos tanteando el terreno por el amenazante aspecto del piso. Salas de estar, baños, almacenes o dormitorios aparecen ante nuestros ojos cuando éstos se acostumbran a la penumbra que los invade…

Hasta que llegamos a la puerta de lo que fue la capilla del castillo, una pequeña iglesia de alta bóveda en la que aún se conservan varios altares y la pila bautismal, pudiendo observarse en la pared los huecos que en su día ocuparon las diferentes imágenes religiosas que la adornaban. En este punto ya somos conscientes de que nos encontramos en un lugar cuyo aspecto debió ser impactante hasta hace bien poco.

Continuamos nuestra indagación saliendo de la capilla y adentrándonos en una corta galería en la que encontramos varias estancias que según nos parece servirían como almacenes y establos, para deshacer nuestros pasos hasta el comienzo de la misma, donde una pequeña escalera nos lleva a un piso superior en el que el camino se bifurca a derecha e izquierda. 

Si seguimos por la izquierda pasamos delante de una antigua letrina, tallada en roca, una habitación en la que el arqueamiento del suelo aconseja no entrar y una preciosa balaustrada que gira de nuevo a la izquierda para reencontrase con la edificación principal, a la que llegaremos directamente si al subir por la escalera escogemos desviarnos a la derecha.

Estamos en uno de los accesos a la casa principal, la vivienda del señor del Castillo de Azagala, cuyo último morador fue el guardia forestal de una de las fincas que se extiende a sus pies.
Vista de parte del Castillo desde la Torre principal

Al adentrarnos en este laberinto de estancias, encontramos a nuestro paso vestigios de los distintos habitantes del recinto durante su historia: sillones, camas, muebles de cocina… e incluso una mesa de billar cuyo peso, junto con el paso de los años, ha hundido el piso en el que se asienta. Es un día fresco, el viento va tomando protagonismo y las nubes han ganado la batalla al sol, por lo que los ruidos de persianas desvencijadas, puertas metálicas que golpean al abrirse y cerrarse, cristales rotos esparcidos por todos lados, la oscuridad de algunas habitaciones… todo contribuye a que nuestra visita a Azagala tenga un componente misterioso... aunque en ocasiones este misterio se borra de un plumazo cuando los restos de actos vandálicos de algunos visitantes salen a la luz: pintadas, suciedad y basuras, destrozos en mobiliario, etc. 

Seguimos indagando durante un buen rato, pues el castillo tiene estancias y panorámicas impresionantes de la Sierra de San Pedro y la comarca de Los Baldíos que ofrecer desde sus ventanas, hasta que empujados por el reloj decidimos que nuestra visita al baluarte debe concluir. Cruzamos de nuevo el patio central, dejamos a un lado la Torre del Homenaje y tras atravesar el arco de entrada dejamos a nuestra espalda el otrora magnífico Castillo de Azagala.

Emprendemos de nuevo el camino, descenso en esta ocasión, para seguir ahora la ruta marcada por la señales, de unos 8 kilómetros de longitud, que concluye a escasos metros del Complejo Rural “Los Cantos”, a unos 9 kilómetros de Alburquerque. Llegamos hasta el coche, nos preparamos y nos desplazamos al restaurante El Fogón de Santa María dónde pasamos una tarde para el recuerdo… Pero eso es ya una historia que merece ser contada con detenimiento.

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