Ya
hemos dado buena cuenta de las peripecias de nuestra caminata hasta la puerta
de entrada al Castillo de Azagala, y es el turno ahora de retomar nuestro
relato describiendo lo que encontramos en el interior de la fortaleza
abandonada.
Nada
más entrar por el arco de acceso una extraña sensación nos inunda; el castillo
está en ruinas, con techos de tejas y vigas de madera medio derruidas, suelos
de azulejos arqueados…pero rebosa vida. La vida que sus habitantes llevaban en
este edificio, mitad medieval mitad de construcción reciente, hasta hace apenas
veinte años.
El
abandono por parte de las instituciones públicas ha conllevado el saqueo
paulatino de los enseres que quedaban en el recinto, proliferando además en él
los actos de vandalismo como pintadas en paredes, rotura de cristales y hogueras
en medio de algunas de sus estancias. Observamos con pena esta realidad de un
emplazamiento único que debió ser admirable en sus días de esplendor.
Arco de entrada al Castillo de Azagala |
Descendemos
nuevamente por esta gradería de estrechos escalones, que nos deja en el amplio
pasillo central en cuyos laterales seguimos encontrando habitaciones
semi-derruidas en las que entramos tanteando el terreno por el amenazante
aspecto del piso. Salas de estar, baños, almacenes o dormitorios aparecen ante
nuestros ojos cuando éstos se acostumbran a la penumbra que los invade…
Hasta
que llegamos a la puerta de lo que fue la capilla del castillo, una pequeña
iglesia de alta bóveda en la que aún se conservan varios altares y la pila
bautismal, pudiendo observarse en la pared los huecos que en su día ocuparon
las diferentes imágenes religiosas que la adornaban. En este punto ya somos
conscientes de que nos encontramos en un lugar cuyo aspecto debió ser
impactante hasta hace bien poco.
Continuamos
nuestra indagación saliendo de la capilla y adentrándonos en una corta galería
en la que encontramos varias estancias que según nos parece servirían como
almacenes y establos, para deshacer nuestros pasos hasta el comienzo de la
misma, donde una pequeña escalera nos lleva a un piso superior en el que el
camino se bifurca a derecha e izquierda.
Si
seguimos por la izquierda pasamos delante de una antigua letrina, tallada en
roca, una habitación en la que el arqueamiento del suelo aconseja no entrar y
una preciosa balaustrada que gira de nuevo a la izquierda para reencontrase con
la edificación principal, a la que llegaremos directamente si al subir por la
escalera escogemos desviarnos a la derecha.
Estamos
en uno de los accesos a la casa principal, la vivienda del señor del Castillo
de Azagala, cuyo último morador fue el guardia forestal de una de las fincas
que se extiende a sus pies.
Vista de parte del Castillo desde la Torre principal |
Al
adentrarnos en este laberinto de estancias, encontramos a nuestro paso
vestigios de los distintos habitantes del recinto durante su historia:
sillones, camas, muebles de cocina… e incluso una mesa de billar cuyo peso,
junto con el paso de los años, ha hundido el piso en el que se asienta. Es un
día fresco, el viento va tomando protagonismo y las nubes han ganado la batalla
al sol, por lo que los ruidos de persianas desvencijadas, puertas metálicas que
golpean al abrirse y cerrarse, cristales rotos esparcidos por todos lados, la
oscuridad de algunas habitaciones… todo contribuye a que nuestra visita a
Azagala tenga un componente misterioso... aunque en ocasiones este misterio se borra de un plumazo cuando los restos de actos
vandálicos de algunos visitantes salen a la luz: pintadas, suciedad y basuras,
destrozos en mobiliario, etc.
Seguimos
indagando durante un buen rato, pues el castillo tiene estancias y panorámicas
impresionantes de la Sierra de San Pedro y la comarca de Los Baldíos que
ofrecer desde sus ventanas, hasta que empujados por el reloj decidimos que
nuestra visita al baluarte debe concluir. Cruzamos de nuevo el patio central,
dejamos a un lado la Torre del Homenaje y tras atravesar el arco de entrada
dejamos a nuestra espalda el otrora magnífico Castillo de Azagala.
Emprendemos
de nuevo el camino, descenso en esta ocasión, para seguir ahora la ruta marcada
por la señales, de unos 8
kilómetros de longitud, que concluye a escasos metros
del Complejo Rural “Los Cantos”, a unos 9 kilómetros de
Alburquerque. Llegamos hasta el coche, nos preparamos y nos desplazamos al
restaurante El Fogón de Santa María dónde pasamos una tarde para el recuerdo…
Pero eso es ya una historia que merece ser contada con detenimiento.
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