Continuamos
donde lo dejamos, en el Castillo de Hornachos. Nos adentramos tras sus muros,
de adobe y arenisca deteriorados por el paso del tiempo, pero que aún mantienen
en pie gran parte del perímetro de la fortificación.
Podemos
observar varias torres, aljibes y muros defensivos, paredes que separaban
estancias…restos de un edificio que debió ser majestuoso y a la vez bello por
su estilo y ornamentación, tan característicos de la mezcla de culturas y su
origen mozárabe.
Pero
su estado actual no es tan llamativo, por lo que uno de los atractivos de los
que más disfrutamos estando entre sus ruinas, es de las impresionantes vistas
que ofrece su emplazamiento, con la Sierra de Hornachos, Sierra Grande, a un
lado, y el pueblo de Hornachos y las estribaciones de Tierra de Barros al otro.
Son
incomparables los colores, tonalidades, vegetación y orografía visibles desde
el punto más alto del castillo, pese a que estamos en un día en el que las
nubes ganan la batalla al sol.
El
clima había hecho que nuestra idea fuera regresar al pueblo por el mismo camino
por el que subimos, pero estos impresionantes paisajes hicieron que cambiáramos
de opinión para descender por la vertiente opuesta de la sierra, bajando por un
estrecho y precioso sendero, rodeado de vegetación, cuyo terreno estaba algo
complicado por lo escarpado del mismo y la humedad reinante por las lluvias.
Es
una ruta corta pero bonita, ya que son apenas dos kilómetros y media, hasta
llegar a un antiguo lavadero en el que en la actualidad encontramos una fuente,
en la que comienza una ruta para visitar unas pinturas rupestres cercanas.
Valoramos
si hacerlo, pero la lluvia nos lo desaconseja, por lo que damos media vuelta y
bajamos hacia las calles de Hornachos por el camino señalizado. La gastronomía
fornacense nos espera.